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Se despide de las aulas uno de los docentes más queridos de Villavicencio: Guillermo Mejía Cano

  • Foto del escritor: We Love Villavo
    We Love Villavo
  • hace 22 horas
  • 4 Min. de lectura
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El eco de una voz pausada, serena y llena de sabiduría aún flota en los pasillos del colegio. Es la voz del profesor Guillermo Antonio Mejía Cano, un hombre que dedicó medio siglo de su vida a la enseñanza, formando generaciones con la paciencia de quien sabe que cada palabra puede sembrar un futuro.


Licenciado en Filosofía y Ciencias Religiosas, Guillermo Mejía Cano encontró su vocación desde niño. “En cuarto o quinto de primaria ya soñaba con ser maestro —recordaba con ternura—. En esa época algunos maestros pegaban, pero yo sabía que quería enseñar de otra forma, con cariño, con comprensión”. Aquel sueño infantil lo llevó a recorrer buena parte del país: Santander, Antioquia, Vaupés, Guainía y finalmente el Meta, territorios donde no solo enseñó, sino que también aprendió sobre la vida, la diversidad y la esperanza.

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Su historia está marcada por anécdotas que podrían llenar un libro. Una de las más significativas ocurrió en el Vaupés, cuando, recién llegado con otros dos profesores a una comunidad indígena, no encontraron dónde dormir. “Nos tocó quedarnos en un gallinero. Sacamos las gallinas volando al atardecer y ahí pasamos la noche. Fue una experiencia dura, pero formativa. Aprendí que la vocación se demuestra en los momentos más difíciles”, contó alguna vez entre risas.


Aquella experiencia lo preparó para uno de sus mayores logros: ser uno de los colaboradores en la fundación de la Normal Nacional Indígena María Reina en Mitú, Vaupés, institución que obtuvo 99 de 100 puntos en su aprobación por el Ministerio de Educación. “Fue un trabajo hecho con las uñas, pero con el corazón lleno de compromiso”, recordaba con orgullo.

Años después, en el Guainía, su labor se amplió como supervisor educativo, recorriendo los ríos y selvas para acompañar a más de un centenar de maestros rurales. “Fueron años maravillosos, llenos de sacrificio y de aprendizaje. Entendí que enseñar no es solo dictar clases, sino abrazar la vida de otros”, solía decir.


Su último destino fue el departamento del Meta, donde trabajó durante 35 años. Allí, en la Institución Educativa Narciso José Matus Torres, el pasado 22 de agosto, vivió una de las despedidas más emotivas de su carrera. Docentes, estudiantes y directivos, liderados por la coordinadora Claudia Huertas, organizaron un homenaje que llenó de lágrimas y aplausos el colegio.

Uno de sus compañeros lo describió con palabras que quedaron grabadas en todos:

“Qué decir de un buen hombre, un excelente maestro, un gran compañero. Todo eso es Guillermo. Gracias por enseñarnos tanto, por reunirnos hoy y recordarnos que la educación es un acto de amor”.

El propio maestro Mejía Cano, visiblemente conmovido, dedicó su discurso a quienes compartieron con él este largo camino. “Ser docente es un regalo de Dios. Lo hice con amor, pasión y dedicación. Haber aportado un granito de arena en la formación de tantas generaciones es lo que más me enorgullece”, dijo con voz quebrada.

Las historias que guarda son innumerables. Una de ellas, profundamente humana, ocurrió un día de clase tras la muerte de su madre. “Habían pasado solo tres días desde su entierro y una estudiante, Marelly Mancera, se me acercó y me preguntó qué tenía. Le dije la verdad. Ella me miró y me dijo: ‘Profe, yo tenía cinco años cuando enterré a mi mamá. La vida me ha dado duro, pero Dios es grande y maravilloso’. Esas palabras me levantaron. Esa niña me enseñó más a mí que yo a ella”, recordaba con emoción.

Entre sus mayores satisfacciones, rememora el momento en que vio a sus primeros alumnos indígenas leer y escribir en español después de meses de esfuerzo. “Fue en el Vaupés, con un grupo que casi no hablaba el idioma. En agosto, ya leían y escribían. Fue una de mis mayores alegrías”, decía.Y en el Meta, más de una vez escuchó a sus estudiantes de secundaria decirle: “Profe, ¿por qué no nos dicta todas las materias?” Una frase que, para él, era la mayor muestra de cariño y confianza.


Pero también hubo días difíciles. “Lo más duro era escuchar a los niños decir: ‘Profe, ayer no hubo comida en mi casa’ o ‘Mis papás se van a separar’. Esas palabras rompen el alma”, confesaba. Aun así, cada historia triste se transformó en motivo para seguir enseñando con más empatía, más ternura y más fe.

Hoy, tras 50 años de labor ininterrumpida, el profesor Guillermo Mejía Cano mira atrás con gratitud. En su corazón lleva los rostros de cientos de alumnos, los aplausos de sus colegas y los recuerdos que se quedaron grabados entre los muros del aula. Su mensaje final para los nuevos educadores es claro y profundo:

“Ser maestro es un acto de amor. Esta carrera se hace con el alma y con el corazón. Cada estudiante es un mundo distinto, y comprenderlo es el primer paso para transformarlo”.

Guillermo Mejía Cano cierra así un capítulo dorado de su vida, pero su legado seguirá vivo en cada joven que formó, en cada historia que inspiró y en cada aula donde, algún día, alguien repita sus palabras con la misma pasión con que él las enseñó.


 
 
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